En Viejas historias de Castilla la Vieja el escritor Miguel Delibes describe a Isidoro un joven campesino que a principios del siglo XX emigra a América y que finalmente, cuarenta y ocho años después, regresa a su pueblo. En el primer capítulo, el protagonista recuerda los paisajes de su niñez:
“Con el tendido de la luz, aparecieron también en el pueblo los abejarucos. Solían llegar en primavera volando en bandos diseminados y emitiendo un gargarismo cadencioso y dulce. Con frecuencia yo me tumbaba boca arriba junto al almorrón, sólo por el placer de ver sus colores brillantes y su vuelo airoso, como de golondrina. Resistían mucho y cuando se posaban lo hacían en los alambres de la luz y entonces cesaban de cantar, pero a cambio, el color castaño de su dorso, el verde iridiscente de su cola y el amarillo chillón de la pechuga fosforescían bajo el sol con una fuerza que cegaba. Don Justo del Espíritu Santo, el cura párroco, solía decir desde el púlpito que los abejarucos eran hermosos como los Arcángeles, y que los Arcángeles eran hermosos como los abejarucos, según le viniera a pelo una cosa o la otra, lo que no quita para que el Antonio, por distraer la inercia de la veda, abatiese uno un día con la carabina de diez milímetros. Luego se lo dio a disecar a Valentín, el secretario, y se lo envió por navidades, cuidadosamente envuelto, a la tía Marcelina, a quien, por lo visto, debía algún favor.(...)(...) La tía Marcelina coleccionaba hojas, mariposas, piedrecitas, y las conservaba con los colores tan vivos y llameantes que hacía el efecto de que las había empezado a reunir ayer.A mí, de chico, lo que me encantaba era el abejaruco disecado que le regalara el Antonio, allá por la Navidad del año ocho, cuyo plumaje exhibía todos los colores del arco iris y más. La tía Marcelina lo tenía en la cómoda de su alcoba junto a una culebra de muelles dorados que al agarrarla tras la cabeza movía nerviosamente la cola como si estuviera viva o furiosa. Muchas veces yo me extasiaba ante el abejaruco disecado o prendía a la culebra tras la cabeza para hacerla colear. En esos casos la tía Marcelina me miraba complacida y decía “¿Te gusta?” Yo contestaba: “Más que comer con los dedos, tía.” Y ella decía: “Tuyo será.” Padre me advertía: “Antes tendrá que morir ella.” Y esta condición me ponía triste y como pesaroso de desear aquello con toda mi alma.
(...)
Pero mi pueblo es tierra muy sana y, por lo que dicen, hay más longevos en él que en ninguna parte, y el año once la tía Marcelina cumplió noventa y dos. Padre dijo en el jorco que se armó tras el refresco: “Está más agarrada que una encina”. Y madre dijo enfadada: “¿Es que estorba?” Pero a las pocas semanas a la tía Marcelina le dio un temblor, empezó a consumirse y se marchó en ocho días. En el testamento dejaba todos sus bienes a las monjas del Pino y Padre, al enterarse, se subía por las paredes y llamaba a la difunta cosas atroces, incluso hablaba de reclamar judicialmente contra las monjas y exigirlas, el importe de tantas perdices y de tantos frutos tempranos y de la postal de los novios bajo la parra que yo la envié desde la ciudad. Pero como no tenía papeles se aguantó y yo, al pensar en lo que habría sido del hermoso abejaruco, sentía que me temblaban los párpados y había de esforzarme para no llorar.”
Ejemplo de su estilo realista Viejas historias de Castilla la Vieja, uno de sus libros preferidos según declaró el autor en alguna ocasión, se publicó por vez primera en una edición ilustrada para bibliófilos de 1960 con el título Castilla. Cuatro años después lo publicó la editorial Lumen ya como Viejas historias..., y en 1999 se incluyó en el recopilatorio Los niños.
Miguel Delibes en 1998 (1). |
Créditos.-
(1) Imagen propiedad de la Fundación Miguel Delibes.
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Taxidermidades, 2018.
Bibliografía:
Miguel Delibes Viejas historias de Castilla la Vieja , Lumen, Barcelona, 1964.
Miguel Delibes Los niños, colección Austral, Destino, Barcelona, 2013.
Recursos.-
Artículos sobre Taxidermia y Literatura en Taxidermidades.
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